Considerado un virtuoso del violín y representante del Romanticismo, Niccolò Paganini (Génova, 1782 – Niza, 1840), fue como Mozart un niño prodigio. A los siete años tocaba el violín y a los trece hacía giras por varias ciudades italianas. A los dieciséis, sin embargo, ya era un alcohólico y un ludópata (no supo gestionar bien su fama), y una dama de la que no se conoce su identidad fue su mecenas, retirándolo de la vida licenciosa y dándole clases de piano y guitarra.
Gracias a esa misteriosa figura femenina, Paganini logró restablecer su fama, viajando por París, Londres, Viena y tocando en todas las ciudades europeas de alcurnia.
Su técnica asombraba tanto al público de la época, que se rumoreaba que estaba bajo el influjo de algún hechizo diabólico y que de joven había vendido su alma al maligno para poder llegar a ser el mejor violinista de todos los tiempos. Su aspecto, extremadamente delgado, piel casi cadavérica, cabello largo y negro y su atuendo siempre oscuro no ayudaban a crearle mejor fama. Pese a ello, fue un mujeriego que tuvo bastantes líos de faldas.
Su obra influyó en otros artistas posteriores, como Liszt, Rachmaninov o Brahms. Su salud se fue deteriorando por una tuberculosis diagnosticada en 1819, agravada por otras patologías, entre ellas la sífilis. En su lecho de muerte se negó a recibir los sacramentos de un cura, algo impensable en un católico de aquella época, por lo que tras morir, no recibió sepultura religiosa por orden del obispo de Niza, ciudad donde falleció, y su cuerpo tuvo que ser embalsamado, siendo enterrado muchas décadas después en el cementerio de Parma. Por supuesto, esa negativa a recibir la extremaunción a las puertas de la muerte no hizo más que aumentar su halo de endemoniado.
“Il carnevale di Venezia”, Op. 40 se basa en una canción popular napolitana; Paganini escribiría veinte variaciones sobre la tonada en 1816, y se convertiría en una de sus obras más conocidas, creándose desde entonces numerosas versiones para distintos instrumentos.
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